Nos alcanzó el futuro: olvido y memoria de la violencia política en el Perú
Veinte–20–XX años de violencia política vivimos en el Perú al finalizar el siglo veinte–20–XX. Veinte años que nos cambiaron la vida en formas que aun ni terminamos de entender, como personas y como grupos, como individuos y como nación, como ciudadanos y como Estado.
Pero ¿por cuánto tiempo más y en qué formas se extenderá la posguerra en el Perú? ¿Cuál será el desenlace de la lucha persistente entre olvido y memoria en la que vivimos casi 12 años ya? ¿cómo afectan 20 años de violencia política nuestro presente y qué marcas imprimirá en nuestro futuro?
Qué preguntas tan jodidas de responder. ¿Quién puede saber del futuro si éste es incertidumbre, posibilidad e indeterminación? Y sin embargo, pienso que el futuro nos ha alcanzado porque nos obliga a proyectarnos hacia él atendiendo los reclamos del pasado. El futuro nos exige tomar decisiones en el presente sobre nuestras cuentas pendientes con un pasado que no termina de irse y retorna una y otra vez como una pesadilla recurrente.
En el Perú hemos tratado infructuosamente de varias formas de dejar atrás el pasado. Muchos, desde distintas orillas, han propuesto que debemos olvidar para poder transitar otros caminos. Muchos y muchas quizás quisieran, pero no pueden. Otros piensan que no se debe olvidar, y se organizar para recordar y promover la memoria histórica. Y así por 12 largos años nos debatimos entre el olvido y la memoria del tiempo del horror, de la inhumanidad, de la sobrevivencia.
Y pareciera que no avanzamos, que nos mordemos la cola, que cerramos los ojos. Y así se nos instala la injusticia, la indiferencia y la falta de solidaridad, y hasta la falta de humanidad.
Hoy que MOVADEF vuelve a poner en el centro del debate público el tema de la violencia política con su reclamo de olvido e impunidad, nos asustamos y antes de reflexionar y debatir con argumentos nos lanzamos al terreno de la simplificación para tratar de resolver, como si fuera fácil, lo que hemos evadido hasta ahora. Nos alcanzó el futuro con su reclamo urgentísimo.
Dice Nietzsche que es en base al olvido (una facultad activamente represora) que se construye la memoria. Olvidamos para poder imaginar un futuro distinto al pasado, para poder hacernos cargo del cambio, para poder volver a sonreír y ser felices, y para hacerle sitio a nuevas experiencias. Así, el olvido y la memoria son parte del mismo proceso en el que construimos identidad, sentido de unidad y de orientación. Con ambos hilvanamos una línea de continuidad entre lo que fuimos, somos y queremos –prometemos- ser. Nuestra identidad se asienta en el olvido y la memoria del pasado, y se define por una narrativa que rescata y sepulta ciertos hechos.
Es más fácil entenderlo cuando nos referimos a individuos. Recordar mi pasado, mi niñez, mi adolescencia, con sus alegrías y dolores, me hace ser quien soy hoy y quien seré mañana. Me hace pensarme como ser histórico, unidad que trasciende el tiempo. Y esta narrativa de mi misma es importantísima para mi vida hoy y mi mañana.
¿Y qué hay de la memoria y de la identidad colectiva? ¿Qué hay del “alma” de una nación, como diría Renan? Los colectivos, los grupos, no somos una unidad física o mental. Somos cuerpos imaginarios, metafóricos, abstracciones que nos permiten actuar conjuntamente, coordinadamente, como si de verdad compartiéramos historia, valores, gustos, ideas, lengua, cultura, religión. Las comunidades somos pues imaginadas, al decir de Benedict Anderson, y estamos siempre en proceso permanente de construcción y reconstrucción de nuestra identidad recurriendo al olvido y la memoria. La narrativa principal de nuestra identidad colectiva es la Historia, con hache mayúscula, entendida como discurso oficial que selecciona e interpreta hechos de nuestra vida en conjunto para así generar un sentido de identidad y unidad. El sentimiento de ser parte de una nación se asienta sobre este discurso en permanente construcción.
Pero como no somos unidad de cuerpo y alma sino muchos cuerpos y almas, no somos una narrativa sino varias, ni una memoria y un olvido sino varios, y tampoco somos la misma experiencia sino distintas y cambiantes. No pensamos lo mismo, no hemos vivido lo mismo, no hay como recordar y olvidar lo mismo. Eso, además de la terca ceguera, es lo que nos está pasando en el Perú. Algunos vivimos la violencia política, otros, muchos, resulta que no. Y la vivimos de formas tan complejas y distintas, que no podemos olvidar y recordar conjuntamente los mismos hechos. Por eso, no hemos decidido tampoco qué quedará para la historia oficial y qué no.
Para no eternizarnos en el purgatorio de la posguerra, tenemos que asumir nuestras responsabilidades con el pasado y con el futuro, concretamente con los jóvenes que sin haberlo vivido, hoy lo heredan. Reclamamos que ignoran su propia historia, pero ¿de qué nos quejamos si hasta ahora no terminamos de reconocer y resolver lo que nos hicimos a nosotros mismos en el tiempo de la violencia? He ahí el dilema que enfrentamos en el presente respecto al futuro. Para dar la talla hoy, tenemos que proponernos seriamente, como nación, saldar las cuentas pendientes con nuestro pasado reciente, desde nuestras dolorosas y encontradas experiencias de la violencia política.