Del irrenunciable derecho a la dignidad y la autonomía. Crónica y denuncia del maltrato en salas de emergencia de Essalud
Mi padre murió hace tres semanas en una de las salas de emergencia del Hospital Edgardo Rebagliati en Jesús María. Era un paciente terminal y lo descubrimos al internarlo de emergencia cinco días antes en el Hospital Angamos de Miraflores. Su diagnóstico era complejo: fibrosis y enfisema pulmonar en estado muy avanzado, complicado por un derrame pleural de líquido hemático, el cual indicaba un alto grado de probabilidad de presencia tumoral. Ambos pulmones afectados.
Enfrentar la muerte de papá es difícil de varias formas distintas. Quiero hablar aquí de una que creo merece hacerse pública porque trasciende las fronteras de mi experiencia personal, de la experiencia de mi familia y de mi padre, y alcanza a muchas otras personas y familias que cada día sufren algo parecido en el Perú. Me duele e indigna sobremanera recordar el maltrato que él y nosotros, su familia, recibimos en las dependencias médicas que lo atendieron. No todas las personas involucradas fueron desatentas, groseras o inhumanas; pero muchas sí, amparadas en un sistema que le niega dignidad a los pacientes y sus familiares violando incluso su autonomía, ambos derechos irrenunciables de la persona.
Mi padre fue abogado toda su vida y creía con convicción inalterable en el derecho universal a la justicia. Su último aliento y sus últimas palabras fueron para denunciar desde su camilla, en ambas salas de emergencia, la situación de abandono y maltrato que se vive dentro, en esos espacios a los que los familiares casi no podemos llegar y en los que los pacientes se encuentran a merced de un sistema y de personas que muchas veces los degradan en su humanidad. A tres semanas de su partida siento que le debo a él y me debo a mí misma decir esto en voz alta.
Las salas de emergencia de ambos hospitales permiten visitas sólo una hora al día. En el Hospital Angamos la hora está dividida en dos medias horas, de 11:30 am a 12 m, y de 5:00 pm a 5:30 pm. En el Rebagliati es una hora continua, de 3pm a 4 pm. Las colas para obtener un pase individual son, en ambos casos, horrorosas. Los familiares tenemos que esperar apretujados mucho tiempo antes en la calle o en medio de la entrada a la propia sala de emergencia (obstruyendo el paso de pacientes, médicos y enfermeras) para ver por unos minutos a nuestro familiar. Nosotros hacíamos un promedio de una hora de cola en ambos hospitales y luego teníamos que correr (poco más de una cuadra en el caso del Rebagliati) para entrar a ver a papá por 5-10 minutos, calculando que el tiempo alcanzara para los otros miembros de la familia, mi madre y mis hermanos. En ningún caso era posible encontrar un médico que nos explicara a nosotros y a mi padre juntos cuál era el diagnóstico y qué se pensaba hacer, cuáles eran las opciones. La sala de emergencia del Angamos estaba hacinada, parecía un hospital de guerra con muchos pacientes sentados en viejas sillas de ruedas atorando los pasillos y sin recibir atención. La zona de emergencia del Rebagliati era mucho más grande y no tan llena (al menos en los tres días que estuvimos ahí), y había más y mejor atención médica, pero también muchos pacientes en los pasillos y pocos médicos con los que se pudiera conversar para pedir información.
Papá fue internado de emergencia por mamá en la madrugada del domingo 26 de febrero. La ambulancia de Essalud que lo recogió de casa porque no podía respirar lo llevó al Angamos porque se les informó que no había espacio en Rebagliati, que no lo recibirían a pesar de que allí estaban los exámenes que se venía haciendo por sus dolencias en los pulmones. El primer médico que lo evaluó en el Angamos le dijo a mi madre lo siguiente cuando ella preguntó por su situación: “¡pero si su paciente no tiene pulmones!”. Como no hubo ninguna elaboración médica más allá de la grosera forma de informarla sobre la gravedad de la situación, todos decidimos esperar a la mediación y traducción de un médico amigo de la familia que nos ayudara a entender y nos aconsejara sobre como proseguir. A nuestros amigos médicos les debemos el haber podido tomar conciencia de la dura realidad que nos tocaba enfrentar y prepararnos como pudimos para hacerlo.
Nos organizamos para hacer turnos y yo cogí el primero. Fue durante mi turno que se acercó furtivamente un médico que salía de su guardia de emergencia y que había atendido a mi padre. Me informó del derrame pleural, de la alta probabilidad de un tumor y de la gravedad de su caso. Se asustó cuando empecé a anotar todo en el cuadernito que siempre me acompaña y más cuando le pregunté su nombre. Me dio su apellido con voz casi inaudible y luego se fue corriendo. Casi todos los médicos han actuado conmigo, con nosotros, de la misma forma durante este duro trance. Yo me encargué de investigar y atar cabos y aprender a repreguntar y adelantar escenarios para forzarlos a que me dijeran lo que de verdad estaba ocurriendo. Hacia el final, yo misma les explicaba el diagnóstico y les decía que sabía que papá moriría pronto, para que no se sintieran tan mal de conversar conmigo sobre otras cosas que era necesario decidir. Porque cuando asumimos que no se recuperaría y moriría, aparecieron muchos otros temas complejos que había que asumir.
La excepción fue una Jefa de Guardia en el hospital Angamos que sí tuvo la decencia de explicarme tres días después del internamiento su diagnóstico y sus mínimas opciones. A ella le hice muchas preguntas, haciendo de tripas corazón, para poder tomar alguna decisión que aliviara en algo el sufrimiento de papá. Todas las respondió con franqueza y calidez. Su franqueza le permitió reconocer que en esa sala de emergencia hacinada no podían darle casi ningún tipo de atención.
En el Angamos mi padre se quejó en voz alta de que se maltrataba a los pacientes y de que había un tráfico de transferencias. Un médico amigo nos dijo preocupado que eso le garantizaría recibir los maltratos de manera constante allá adentro y que le pidiéramos que dejara de quejarse. Jamás fue ese el estilo de papá. Nosotros perseguimos a todos los médicos y jefes hasta administrativos que pudimos para exigir su transferencia al Rebagliati dada la gravedad de su caso y la incapacidad del Angamos para siquiera aliviar en algo su situación. Fue imposible. Una persona que tiene un alto puesto en el hospital nos habló a mi hermana y a mí con claridad porque conocía a un primo nuestro (¡una deferencia muy especial!): sólo había dos formas de transferirlo, una era teniendo una “vara” poderosa en el Rebagliati que lo pidiera desde allí, y la otra era pagando. Luego nos explicó cómo se hacía para pagar pues resulta que también lo ilegal sigue un protocolo y requiere cierta formalidad.
¿Por qué después de haber sido servidor público toda una vida y tributado puntualmente para el sostenimiento del sistema público de salud recibía mi padre ese maltrato y era sometido a tal indignidad?
Decidimos pedir el alta voluntaria, pagar una ambulancia privada y llevarlo a emergencia del Rebagliati a exigir que lo atendieran allí. Es un derecho que asiste a todos los pacientes, asegurados o no, el ser atendidos y recibidos en salas de emergencia e íbamos dispuestos a exigirlo. También fue difícil conseguir la ambulancia pues muchas nos pedían confirmar que teníamos una “vara” para llevarnos, no querían correr el riesgo de quedarse con “el enfermo” en la ambulancia. Conseguimos la ambulancia y firmamos el alta voluntaria el 28 de febrero, el día en que cumplía 82 años. Fue nuestro último regalo, sacarlo de ese antro para llevarlo a un lugar que, todos estábamos seguros, sería mucho mejor.
Lo era en términos de infraestructura y calidad de atención médica, pero no en términos de protocolos médicos y atención al paciente y su familia. Lo peor aquí no fueron las largas colas y las carreras para unos pocos minutos de visitas diarias, tampoco la ausencia de médicos que pudieran hablar con nosotros y con papá. Ni siquiera los informes médicos maquillados que nos ocultaban la gravedad del caso. Lo peor fue darnos cuenta que al constatarse que mi padre era un paciente terminal, se le despojaba y se nos despojaba del derecho a la información y también del derecho a decidir las condiciones de su muerte. No había médico capaz de explicarle a papá, quien estuvo lúcido hasta muy poco antes del final, su estado y sus muy pocas opciones. Nadie se lo quería decir, no pude hacer que alguien me acompañara para explicarle lo que le estaba pasando y porqué no recibía ningún tratamiento, porqué no pasaba y no pasaría nunca a piso, porqué no se le daba siquiera un diagnóstico. Se lo tuve que explicar sola y como pude. Fue duro, durísimo para ambos.
Esa misma tarde me quedé a pedir informes médicos, fui a la oficina de Defensoría del Asegurado a plantear el caso y pedir que me permitieran hablar con un médico que pudiera responder a mis preguntas y obtuve un pase especial para entrar a deshora. Caminé por las salas de emergencia buscando a alguien, cualquiera que me hablara y encontré al médico que lo recibió cuando llegamos a Rebagliati. Con él indagué directamente sobre el protocolo médico, ¿que pasaría cuando papá se agravara en las próximas horas?, ¿le darían calmantes?, ¿lo conectarían a un respirador artificial?, ¿cuánto tiempo más podría “vivir” así?, ¿qué opciones teníamos?. Parecía que era más difícil para el médico hablar de todo esto que para mí. Tuve que ser muy específica y curiosa para que me responda a cosas que teníamos derecho a saber. Así descubrí que el respirador artificial era parte del protocolo médico, que no estaba sujeto al consentimiento informado, pero que aun así era posible pedir que no se utilizara. Un familiar directo debía firmar un documento e incluir en la historia clínica que no se aprobaba el uso de un respirador artificial. Mi padre ya no podía hablar para entonces, pero todos estuvimos de acuerdo en el concejo familiar que convocamos de urgencia la mañana siguiente en que él no lo hubiera aceptado. Siempre dijo que consideraba indigno el respirador artificial, vio morir así a un tío que fue como su propio padre, y desde entonces nos hizo prometer que jamás permitiríamos que él llegara a esa situación. Lo logramos, contra viento y marea, un día antes de su muerte en la sala de emergencia donde fuimos nuevamente maltratados y juzgados por ejercer nuestro derecho a decidir, por permitirle a papá ejercer su autonomía también en el último instante de su vida.
¿Merecía mi padre la ignorancia a la que se le condenaba, la mentira, la negación, la desinformación, la desatención y el despojo de su derecho a decidir incluso sobre las condiciones de su propia muerte? No, ¡no!
Mis quejas son de diverso tipo, algunas puntuales con nombre nombre y apellido serán parte de un escrito presentado a la oficina de la Defensoría del Asegurado de Essalud. Las más serias, las que he querido denunciar aquí, tienen que ver con un sistema que le recorta a los pacientes y sus familiares sus derechos: el derecho a ser tratados con dignidad y a ser informados permanentemente, y el derecho irrenunciable a su autonomía y capacidad de decisión por la vía de la consulta y el consentimiento informado.