Nuestra democracia, las elecciones y las tres arenas de la política electoral
¿Qué significan la elecciones para la democracia? Desde una concepción minimalista, esta es el gobierno de representantes de la ciudadanía elegidos en procesos competitivos libres, transparentes, equitativos y participativos. Las elecciones son el procedimiento central para delegar el poder –en teoría perteneciente a la comunidad política- de tal forma que las decisiones y actos de gobierno recaen en grupos pequeños de personas e instituciones que –también en teoría- gobierna en función del bienestar y los intereses de toda la comunidad política, es decir, para el bienestar colectivo.
Las elecciones son entonces un mecanismo formal para delegar el poder, un conjunto de procedimientos que organizan el proceso de selección de representantes. No son sin embargo la dimensión más importante de las democracias realmente existentes porque por sí mismas no pueden asegurar ni la calidad del gobierno, ni la existencia de espacios deliberativos, ni los niveles y extensión de la participación política en tiempos no electorales. Son solo un momento, casi ritual, en nuestra vida política y muchas veces ni siquiera guardan relación con el ejercicio de poder cotidiano, tal y como demuestran las tres últimas elecciones presidenciales en las que los ganadores abandonaron y hasta contradijeron sus planes y promesas de gobierno sin mayores consecuencias. Las elecciones no son entonces determinantes para el carácter del gobierno, y en el caso peruano ni siquiera aseguran la idoneidad a niveles mínimos de los competidores.
Para recuperar la democracia como sistema que de verdad organice la vida política tenemos que ser capaces de pensarla y construirla más allá de los procedimientos y las formas, y entenderla como un régimen en el que determinados principios y valores informan y se encarnan en la práctica político- institucional y social. Los procedimientos y las instituciones son democráticos si permiten plasmar principios y orientaciones democráticas. En el análisis del proceso electoral peruano del 2016 nos hemos concentrado obsesivamente en los aspectos formales y procedimentales y hemos descuidado la idea de la democracia como fondo y forma a la vez. Pero las elecciones también pueden analizarse en esta doble dimensión de forma y fondo, y pueden ser un buen caso de análisis para tomarle el pulso al funcionamiento de nuestro sistema político, a las dinámicas y actores que implica, y a los principios y valores que lo orientan.
En estas elecciones aparecen nítidamente tres arenas, con dinámicas y actores propios orientados a definir los resultados del proceso electoral. La primera es la arena institucional, la segunda la de los medios de comunicación, la tercera es la calle. Las tres son espacios para el juego político y nos remiten a jugadores y estrategias distintas, y sin embargo en las tres vemos que la cancha está inclinada. A la vez, los tres espacios se relacionan y buscan influenciarse mutuamente.
En el escenario institucional tenemos al JNE, que define las reglas de juego, y a los partidos políticos que debieran ser los actores centrales y protagonistas de la competencia. Esta vez tenemos que los miembros del JNE tienen un rol protagónico en la organización del procedimiento habiendo adoptado formas discrecionales que inciden directamente en la selección de competidores. Son los miembros de la institución electoral los que vienen determinando el juego e inclinando la cancha en favor de candidatos representantes del poder establecido, todos ellos (Keiko Fujimori, Alan García y Lourdes Flores, y Pedro Pablo Kuczynski) vinculados directamente con gobiernos recientes, responsables directos del status quo neoliberal que tenemos desde los 90. Los actores centrales debieran ser los partidos y no lo son; no solo por el peso excesivo del JNE sino también porque en sentido estricto no tenemos partidos en la competencia: tenemos emprendedurismos electoreros, alianzas circunstanciales, asociaciones sin organización ni identidad ni programa que simplemente buscan llegar al poder. El drama en este escenario tiene que ver entonces con las formas y dinámica del juego, y también –y este es el tema de fondo- con el carácter y la calidad de los jugadores.
En el escenario de los medios tenemos a las empresas y corporaciones que administran la información e inciden directamente en la conformación de lo que en nuestro país pasa como agenda pública. Este es el campo de la concentración de medios, de los coros monocordes que abiertamente defienden no solo al mismo conjunto de candidatos y candidatas del status quo sino que buscan imponer también el lenguaje y el tono de la anti-política: los pseudo-debates en formato esto-es-guerra con los que se quiere linchar públicamente a algunas y algunos y lavar la cara a otros, mientras se evade cualquier discusión de importancia real. Jamás se hablará en los medios de los financiamientos de las campañas, menos aun de los programas y de los capacidades y trayectorias de l@s candidatos. En esta cancha groseramente inclinada por el peso específico y obeso de la concentración de medios también juegan un rol importante las encuestas y las encuestadoras, proyectando la sensación de que la comunidad política puede de verdad ser retratada desde el concepto de opinión pública. Las encuestas trabajan con tendencias y buscan establecer siempre mayorías claras que proyecten una imagen de estabilidad alrededor de ciertos consensos que se imaginan estables en el tiempo. Las encuestas tienden a oscurecer a las minorías (sectores rurales, por ejemplo) y privilegian la agenda establecida por los medios, formulando una y otra vez preguntas que difícilmente incorporan enfoques disidentes o alternativos a lo que se considera ya “una tendencia clara”. En la cancha inclinada de los medios, la idea de “la opinión pública”ayuda a proyecta la imagen falsamente estable de resultados definidos de antemano y casi inamovibles (la idea de candidatos con porcentajes significativos que ya no pueden alterarse, por ejemplo).
En el escenario de la calle tenemos ahora, a nivel nacional, grupos diversos de ciudadanos y ciudadanas, organizados y no organizados, ejerciendo directamente su derecho de expresión y de auto-representación. La política de la calle no es una novedad para el Perú: desde fines del s. XX las protestas y manifestaciones han sido la forma privilegiada por la sociedad para hacer frente al vacío de representación luego del colapso del sistema de partidos. Las movilizaciones contra el fujimorismo fueron determinantes en el 2000 y han seguido siendo una estrategia de contención de los abusos de gobernantes locales, regionales y nacionales en temas tan diversos como asignación de recursos, política laboral, concesiones territoriales, política productiva y económica entre otras. Desde luego, la calle no es necesaria o esencialmente democrática: también es escenario de prácticas anti-democráticas y de extrema violencia (como en el caso de Ilave en Puno en que las protestas condujeron al asesinato público y masivo del alcalde Cirilo Robles) o de esfuerzos por recortar derechos y ejercer control sobre ciertos grupos de personas (como en el caso de la mal llamada Marcha por la Vida). La calle es también espacio de prácticas cada vez más autoritarias y represivas de gobiernos intolerantes con el disenso y la diferencia y también espacio ignorado e invisibilizado por los el escenario de los medios. Aun así, en estas elecciones, la calle se ha constituido en una tercera arena con sus propios actores -principalmente pero no solo jóvenes-, dinámica –protestas callejeras que intentan articular una movilización nacional- alrededor de una meta: impedir la llegada del fujimorismo al gobierno. Las protestas contra Keiko Fujimori han sido fuertes en Cajamarca, Arequipa, Cusco, Huancayo y en Lima, y es altamente probable que el próximo 5 de abril, al conmemorarse 24 años del golpe fujimontesinista a la democracia, sea una gran movilización en defensa de la democracia, a contracorriente de las dinámicas instituidas tanto en el escenario institucional como el mediático. Por cierto que la calle no homogeniza ni genera identidades políticas estables y duraderas, al menos no en el caso peruano. Pero si algo hemos aprendido en las últimas décadas viendo la Marcha de los Cuatro Suyos, el Arequipazo, Tambogrande, la Marcha nacional por el Agua, la lucha contra la repartija y la protesta contra la Ley que quería hacer pulpines a l@s jóvenes, es que cuando el objetivo es impedir una acción claramente percibida como anti-democrática la gente suma. No es todo lo que se necesita para volver la política democrática pero sí es importante para impedir el secuestro del sistema político.
¿Podrá la política de la calle hacer contrapeso a la política electorera? ¿Podrá el factor calle derrotar al factor K? ¿Podrá la calle enunciar con claridad qué tipo de democracia busca y cómo hará para sostenerla? ¿Podrán las energías democratizadoras sobrevivir al proceso electoral? ¿Podrán los reclamos de fondo sobrepasar a los reclamos por las formas? Difícil decirlo en este momento. Al menos, tenemos hoy un panorama más complejo con distintas arenas, actores y estrategias que no hacen fácil predecir el resultado final pero en el que regresamos, una vez más, a discutir los requisitos mínimos y los principios básicos de la democracia como posibilidad.